El gato gris estaba firme en ese lugar, como siempre. Inmóvil
sobre lo que quedaba del tapial de la semi derruida casa de la
que decía haber sido dueña en su juventud.
Ella pasaba
por ahí. Mejor dicho, tenía que pasar por ahí todas las noches lanzando
improperios a diestra y siniestra.
Improperios
que eran en su mayoría ininteligibles. Sólo los más antiguos del barrio los
comprendían porque encerraban palabras y frases que para los más jóvenes
resultaban de otro idioma. Además del hecho de que muchos de esos viejos
conocían muy bien como habían sido las cosas.
Un changuito
chirriante anunciaba su paso. El eterno paraguas roto y quien sabe que cantidad
de trapos, zapatos de un solo pié, bolsitas de diferentes supermercados que
contenían restos de pan y fruta a medio marchitar. Una manta muy roída y
mugrienta además de páginas de diarios completaba su equipaje.